viernes, 5 de febrero de 2010
LA HIGUERA QUE REVERDECE - LE-331-AS-117
LA HIGUERA QUE REVERDECE
“Yo soy el consuelo de quien llora, el refugio del perseguido, y el apoyo del débil”.
El patrono de la Ciudad de México, San Felipe de Jesús, se le representa con el corte de fraile tradicional, descalzo y de rodillas, entrando al cielo con su cruz y lanzas en brazos. El fondo es un paisaje rosado con bellas arquitecturas japonesas. En Filipinas, el santo es representado con los brazos abiertos, recibiendo la corona del martirio, tiene pelo chino y abundante, son notables sus rasgos orientales, de la espalda le salen dos lanzas que le cruzan la espalda.
San Felipe fue un converso, crucificado el 5 de febrero en la loma del Tateyama en Nagasaski, Japón, ahí mismo, años después, se levantó una capilla en honor al santo y a los otros misioneros que fueron martirizados.
Un imitador de cristo lleva tatuada su cruz desde temprano, la promesa de su santidad la sintió el pequeño Felipe de las Casas antes de su bautizo, el primer protomártir mexicano, tuvo de padre al elegantísimo señor Alonso de las Casas, natural de la villa de Illescas de Castilla, su madre fue una guapa sevillana de nombre Antonia Martínez de una renombrada familia de costureros. Viajaron como parte de una gran oleada de inmigrantes españoles, que buscaban expandir sus riquezas en las tierras indómitas de la Nueva España. El joven matrimonio había contraído nupcias en la catedral de Sevilla, y a los dos años, ya estaban embarcados en una flota de indias, como miles de españoles, buscando un milagro, un sueño de riqueza y bienestar.
En la travesía fueron apresados por un temporal a la altura del trópico de cáncer, pegó tal ola, que hizo que los pasajeros cayeran al piso sin poder moverse por días, envueltos en el umbral de la muerte, el joven Alonso de las Casas pidió como último deseo, salvarse para hacer de su hijo nada menos que “todo un hombre”, para que le ayudara en los labores del comercio. Rezaron muy fuerte para conservar a su primogénito, Antonia sacó una estampa de la Virgen de Guadalupe que le había regalado un viajero que había llegado de la Nueva España. Antonia le ofreció a la Santa María poner a su hijo a su servicio si éste se salvaba. Inmediatamente el mar se calmó, el galeón español despedazado casi por completo llegó salvo al puerto de Veracruz. Una vez establecidos en la pujante ciudad de México, fueron al cerro del Tepeyac para agradecer el milagro que les había hecho la Virgen de Guadalupe. En el lugar, a Antonia le increpó un viejo, ese que fuera el indio macehual Juan Diego, quien ya de edad avanzada, apoyado en su bordón, le dijo a la sevillana encinta, que en el cielo estaba escrito que su hijo moriría como Jesucristo, clavado en una cruz.
Los padres no le dieron ninguna atención al pronóstico del viejo. El niño para bien de los padres, nació sanito y bonito, era como un astro, en la calle de Tiburcio 5, hoy la calle de Regina, en el corazón del Centro Histórico el día primero de mayo de 1572. Ese día Antonio tomó una higuera castellana, y la sembró en el patio del jardín como símbolo viviente de la vida de Felipe, la higuera reverdecería cuando el niño llenara de gracia el hogar de la familia. Sin embargo tal predicción no sucedería en mucho tiempo. Felipe fue criado por una mulata, pilmama que a la vez le hacía de padre y madre. Su madre intentó acercarlo a la vida de claustro sin obtener ninguna respuesta. Diambuló en varios colegios de jesuitas, hizo el intento de ser novicio en el Convento de Santa Bárbara de los descalzos en Puebla, pero se fugó del retiro monacal, harto de las prohibiciones. Después de varias semanas sin saber de él, llegó hasta la puerta de su casa en el centro, sus progenitores que le amaban profundamente, le dieron la oportunidad de que tomara un oficio para que algo le diera sentido a su vida.
Su padre Alonso le metió al oficio de la platería, y en poco se convirtió en un maestro de la orfebrería, al poco tiempo ya era un artesano y joven orfebre, que se codeaba con la crema y nata del juerguismo y libertino círculo de artistas y mujeres dispuestas a todo, el heredero de Alonso de las Casas, era el ídolo de sus desvergonzados compañeros y personaje central de los sueños y anhelos de ardientes damiselas y cortesanas. Felipe a su corta vida ya conocía todos los lumpanares y garitos de la época.
Pero esa no era vida para él, y en un arranque decidió abrazar la carrera de las armas, pero afortunadamente no habría de durar mucho. Una noche aburrido y desorientado atendió a su padre que era todo un prolífico comerciante, él regresaba de Acapulco, con una enorme cantidad de productos de las naos Chinas, al joven le nació un enorme gusto por las especias y vasijas traídas de Manila, así como de las pinturas finamente pintadas de cerezos y pagodas, y del increíble volcán del Fujiyama. Sólo con la mirada, Felipillo ya había puesto un pie en el oriente. Convenció a su padre de embarcarse a Filipinas, a los 18 años, se había establecido en la Bahía de Manila. Bajo el pseudónimo de “el hijo pródigo”, Felipe había dejado el seno materno, para conocer las maravillas ocultas del oriente. Le hacía de heredero trabajando para su padre, para su recreo se paseaba en las noches por el viejo barrio del Parián. En poco tiempo Felipe era de los que frecuentaban los famosos fumaderos de opio y hashish, en donde ofrecían brebajes compuestos de ajenjo y licor de arroz, que hacía que los parroquianos comulgaran con bailarinas exóticas, Felipe, ya embrutecido, atacaba con su acento extranjero a decenas de mujeres de la vida nocturna. En una de sus noches de farra conoció a Kalana, una danzarina, la más bella bailarina balinesa de todo el archipiélago, esa noche el joven quedó flechado por el baile exótico de la bailarina. Ambos entregaron su amor y pasaron largas noches de pasión, en poco tiempo Kalana ya vivía en casa de Felipe. Pero en una noche que ambos discutieron, Kalana le preparaba un té de ceylán a Felipe, en el brebaje había puesto veneno. Felipe al darse cuenta la reprendió y la danzarina al reconocer que no era amada como creía, tomó el té envenenado, y se fue de casa de Felipe. Al día siguiente, Felipe se quedó consternado por la noticia de la muerte repentina de Kalana.
Después del tórrido romance con la bella Kalana, Felipe conoció a Maria Luisa, una aristócrata de quien se enamoró perdidamente, sin embargo ella le rehuyó por semanas, hasta que un día después de muchas cartas que Felipe le hacía llegar, ésta le contestó con la verdad, la muchacha no podía ver ni salir con nadie, ya que padecía la enfermedad de la lepra. Un buen día, tras la denuncia de una de sus sirvientas, se la llevaron para desterrarla a Dumarán, en donde resguardaban a los que padecían esta horrible enfermedad. Tras el conocimiento de que su amada había sido llevada a este lugar, Felipe se enclaustró por varias semanas, bebiendo licor de arroz y fumando todo lo que podía a manos llenas. Desde aquél día se operó en Felipe una transformación extraña. Se volvió melancólico, meditabundo, silencioso. Regresó a los encantos de cualquier moza, el juego, la alegría artificiosa del licor, pero todo eso le empezaba a parecer vano, perecedero. Una noche de estupor Felipe quedó tumbado en el suelo, y tuvo una pesadilla, soñó que él y todos sus amigos de juergas y placeres, formaban como una caravana de macabros espectros, cubiertos de llagas, cuya carne se caía a pedazos, víctimas de un mal más repulsivo que la lepra, mientras caminaban en lenta y tétrica marcha espoleados por verdugos implacables, hacia un abismo insondable y tenebroso, en que se desempeñaban, lanzando escalofriantes y angustiosos alaridos. Y mientras caía en aquél negro pozo, Felipe despertó sobresaltado, sudoroso y trémulo y sintió un miedo profundo. Corrió hasta llegar a su casa, cerró la puerta. Se mojó la cara y al levantar el rostro, miró su crucifijo labrado en marfil, el cristo cobró vida y moviendo sus labios le dijo: “Felipe, si quieres venir en pos de mí, renuncia a ti mismo, toma tu cruz y sígueme".
Tal aparición le pareció a Felipe, la esperada señal que le haría todo un beato. A donde iba no necesitaría todos sus bienes, sólo necesitaba el corazón lleno de fe. Llegaría solo hasta lo alto de una colina en donde estaba la misión franciscana de Santa María de los Ángeles. El mundo había perdido un compañero de juerga, pero el cielo había ganado un abogado del cielo. Al tocar la puerta del convento un monje le invitó abriendo la puerta. ¬–Padre prior le ruego de todo corazón me admita como hermano lego en esta santa casa- suplicó Felipe. –Estás dispuesto a someterte a nuestras reglas de pobreza, abstinencia y devoción, renunciando a todos los placeres y alegrías del mundo?-
-preguntó el superior-. –Debo advertirte que nuestra miseria es muy grande, pero en ella está nuestra mayor riqueza. Vestimos un humilde sayal de la más pobre tela, y tomamos por todo alimento un plato de arroz y un pedazo de pan-. El joven contestó –Que a mí me parecerán un manjar si los tomo en su mesa-.
Felipe se quitó su vistosa capa de la más fina seda de China, su lujoso jubón de brocado de la India, su gorguera de encaje y su ropa interior del más delicado lino de Manila, y vistió el áspero y miserable hábito pardo de los monjes capuchinos. Se despojó de sus ricas botas y sus pies delicados pisaron el frío y duro suelo de la misión, quedando desde entonces expuesto al frío y al maltrato. De inmediato le amarraron un grueso cordón con tres nudos que simbolizaban los tres votos de la orden; obediencia, pobreza y castidad.
Felipe, humildemente, cortó su abundante y ensortijada cabellera, que hasta ese día había sido su orgullo y su adorno. Sus guedejas cayeron junto a la cisterna en donde se reflejaba su rostro, el Prior le había ordenado cortarse el cabello como era la costumbre, tosurándose en forma de corona, empezaba a correr el primer año de noviciado.
Entró con los franciscanos de Manila. Esta vez ya había madurado y su conversión fue de todo corazón. Era costumbre que al ingresar a la orden se abandonara el nombre mundano, para tomar otro nombre como símbolo de renunciamiento a nuestra vida anterior. Felipe se acordó de Jesús, y desde ese día se llamó, Felipe de Jesús.
El novicio estudiaba, atendía a los enfermos, se desvivía día y noche restañando heridas, curando infecciones, aliviando sufrimientos, con la secreta esperanza de que el cielo realizara el gran anhelo de su corazón, que era ir de misión al mítico Japón. Ese País estaba necesitado de misioneros que llegaran a convertir y esparcir la palabra del evangelio, Felipe ensoñaba todo el día poder ser elegido como misionero para el Japón, por las noches, aprendía el japonés con otros frailes que ya habían estado en el lejano oriente. El 22 de mayo de 1594 fray Felipe de Jesús hizo los votos solemnes y definitivos, en la humilde capilla del convento de Santa María de los Ángeles, en Manila. El Padre superior le comunicó a Felipe que en julio debía de regresar a la Nueva España, allí le serían consagradas órdenes el arzobispo. El galeón que presumiblemente llevaría a Felipe de Jesús de regreso a Nueva España, salía del puerto de Cavite y ostentaba galanamente en la proa el nombre de “San Felipe”. De camino diversas señales hacían ver que sería un viaje diferente y que pocas probabilidades tenían de llegar a su destino, primero experimentaron un cometa o celeste joyel que se proyectó en el inmenso mar, en los siguientes días, en el trayecto hacia América, un espeso e impenetrable banco de niebla, los envolvió como si el buque navegara en las nubes. Los tripulantes no tenían otra más que rezar “Bendita sea la luz, y la Santa Veracruz, y el señor de la verdad, y la Santa Trinidad. Bendita sea el alma, y el señor que nos la manda. Bendito sea el día y el Señor que nos lo envía”. Aquella desconcertante travesía a través de la niebla, continuó por días, de pronto la aguja del barco, apuntaba que estaban a 25 leguas de la costa del Japón.
Cuando el timonero resolvió dar rumbo hacia las costas de América, una enorme ballena surgió frente a la proa, impidiéndole enfilar hacia el sur. Fray Juan Pobre conocido por el don de la profecía, les dijo a la tripulación sobre el secreto que no les había dicho para no alarmarlos, pero según fray Juan Pobre, el barco nunca llegaría a América. Por fin los artilleros y falconetes lograron que el cetáceo se despegara del barco. La ruta del galeón “San Felipe” fue rectificada 23 grados al sureste, rumbo a la Nueva España, pero a las pocas horas, comenzó a ventear de proa y hacerse la mar alta, retrasando la marcha del navío y, finalmente, estalló una terrible tempestad. Pronto la nave fue juguete del mar, la lluvia y el viento, el violento temporal rasgó las velas y destruyó el casco, destruyó también las palas del timón, quedando el galeón al garete, durante varios días.
Los fantasmas del hambre y la sed no tardaron en presentarse en el navío. La marinería luchaba a brazo partido contra la inundación, turnándose incesantemente en las bombas de desagüe y el taponeo del casco. En una tarde mientras eran acechados por tiburones y buitres, recibieron una suave y misteriosa brisa, de pronto a lo lejos, vieron una cruz resplandeciente, un vigía gritaba a la vez -¡Tierraaaaaaaa, tierraaaaaaaa!-.
El barco estaba en el paraíso de la evangelización, encallaron en la dorada playa de Shikoku. Llegaron al puerto de Urado, en la Isla de Shikoku, el daimio Chokosabe gobernador de la isla no tardó en ser enterado del desembarco de los corpulentos y rubios extranjeros y de la riqueza de su cargamento, por lo que se apresuró a hacer una visita a los náufragos, con gran pompa y acompañamiento de guardias, llevado en un palanquín. Y al admirar las valiosas y desconocidas mercaderías, se excitó su codicia, por lo que ordenó a los soldados que se apropiaran inmediatamente del cargamento. Los oficiales del “San Felipe” se opusieron al despojo, pero su resistencia fue vencida por la fuerza.
Una comitiva salió para Osaka para contactar a fray Pedro Bautista para informarle lo sucedido ya que éste tenía una buena relación con el emperador Taico Sama, los que iban eran fray Juan Pobre y fray Felipe de Jesús. El noble misionero quedó impresionado, de lo religioso que eran esas personas, la religión imperante en el Japón era el shinto, los conceptos del budismo proclamaban el amor al prójimo y a todas las criaturas, la bondad, el olvido de si mismo, y una vida ascética, triunfante del vicio y el pecado para la salvación del alma. Felipe reconoció que es estos aspectos, tenían gran semejanza con la doctrina cristiana, aunque era un conjunto de conceptos místicos que se aplicaba más bien a la disciplina interna y al perfeccionamiento de sí mismo, y no al servicio fructífero de ayuda a los demás, como en la religión cristiana. El shintoísmo religión primitiva en donde el Emperador debía ser considerado y venerado como viva encarnación de Dios. El palacio imperial resguarda el espejo, las joyas y la espada con que fue vencido el dragón celeste. La casa reinante llevaba 22 siglos de poderío. Hacía poco menos de dos semanas, el 4 de septiembre de 1596, el Japón había sufrido unos de los terremotos más intensos y devastadores de su historia. En Meaco el palacio nacional había sufrido graves daños y averías. Había caído por tierra el alcázar real, con sus numerosas salas y galerías tachonadas de oro y, además, los maravillosos pabellones de Kinkakugi y Ginkakugi, predilectos del soberano, y rodeados de maravillosos jardines, habían quedado dolorosamente afectados. En Osaka fueron recibidos por Pedro Bautista, el padre superior de Osaka se sintió maravillado ante la aventura extraordinaria y casi increíble del viaje de las dos frailes al Japón y, luego, les enseñó la misión que llevaba de nombre “Belen”.
Los heridos por el terremoto eran millares, los frailes se mostraron asombrados ante la desgracia que veían sus ojos, aquellos muñequitos amarillos, le figuraban a los niños mexicanos, Felipe se prometió a sí mismo hacer todo lo posible por sembrar en el alma ingenua de los pequeños la herencia fraternal de Cristo.
En el palacio imperial de Meaco, se había reunido el gran consejo de daimios, militares, cortesanos y bonzos a fin de aplacar la desesperación del Emperador por la resiente catástrofe y acordar las medidas necesarias en aquella desesperada situación. Los bonzos temerosos del gran auge que la religión cristiana había tomado en el gran nipón y del favor y simpatía de que los frailes disfrutaban con el soberano, consideraron que la ocasión era propicia para combatirlos. Al iniciarse el consejo, Taico Sama desde lo alto de su rico trono, sobre su estrado, y vestido con un esplendoroso kimono anaranjado opaco, color sagrado del sol naciente, dijo al gran jefe de los bonzos, imponente y acusador:
-Me has mentido: Facoto y Daibut no son dioses poderosos, puesto que no han podido salvarse a sí mismos ni a su casa, ya que sus ídolos y templos quedaron destruidos.
Postrado ante él en profunda reverencia, el gran bonzo respondió :
-Comprendo tus quejas, amo y señor del mundo, pero Daibut y Facoto cayeron a tierra para manifestar su cólera. Los dioses están profundamente indignados por culpa de los indignos castellanos de Luzón, a quien tú has permitido poner templo y predicar doctrina cristiana en tierra de Buda.
Taico Sama quedó un momento reflexivo y silencioso, y luego declaró :
-Los monjes cristianos son buenas personas: hacen bien, curan enfermos, dan caridad.
- ¡Esos hipócritas extranjeros se aprovechan de tu magnánimo corazón, para desafiar el poder de Buda! –aseguró el sacerdote-. Y seguirán azotando a tu glorioso reino terremotos, inundaciones y epidemias, mientras esos perversos cristianos pisen este suelo.
El daimio Chokosabe , gobernador de Urado, se encontraba presente también en la sesión, y previendo que los monjes franciscanos iban a intervenir ante el Emperador para hacerle devolver el cargamento del galeón náufrago, se unió a la intriga:
-Poderoso Hijo del Sol, el gran bonzo tiene razón. Debes arrojar de estas tierras a esos extranjeros. Puedo asegurarte que conspiran contra ti y se revelan contra tu gran poder. Hace unos días encalló en el puerto de Urado un navío, cuyo cargamento te pertenece por derecho, puesto que es botín de un naufragio. Sin enmbargo, según he logrado averiguar, los bonzos cristianos vendrán a pedirte que les devuelvas las ricas mercaderías que voy a mostrarte. Y ante los ojos interesados y admorados de Taico Sama, el audaz funcionario hizo desfilar parte del tesoro del galeón que, según se calcula, tenía un valor de más de un millón y medio de pesos. Los espléndidos géneros, armas, platería y toda clase de ricos y desconocidos objetos, de que el daimio había conservado una buena parte para sí, excitaron la codicia de Taico Sama. Chokosabe llevó adelante su plan, al asegurar al Emperador: -Pero lo más grave es que los bonzos de Luzón son espías del Rey de Castilla, y han venido al gran Nipón a preparar la conquista, según el propio capitán del galeón me lo han confesado, asegurándome que en los dominios de su rey “nunca se pone el sol”.-
Aquellas palabras hirieron en lo más vivo el orgullo del altanero y poderoso Taico Sama, quien consideraba su poder omnímodo sobre la tierra, y sentenció iracundo con el rostro encendido de indignación:
-Ordenaré hacer una averiguación, y si es verdad eso, los bonzos cristianos pagarán con la vida su traición.-
Felipe de Jesús trabajó en obras de auxilio en Osaka, cumpliendo humanitarios deberes, pero cuando su ayuda no fue indispensable, se dispuso ir a Meaco a ponerse a las órdenes de su superior. Luis Ibaraki y Tomás Kosaki se negaron a separarse del cariñoso fraile, y luego de obtener el permiso de la madre de éste último, el joven religioso emprendió viaje hacia la ciudad imperial, guiado por los niños. El invierno se avecinaba, y en el fatigoso y solitario camino a Meaco, hacía frío y soplaba un cierzo cortante. Tardaron varios días hasta llegar a lo que es hoy la actual Kioto, antes ciudad imperial Meaco o Miyaco, situada entre los ríos Kamogava y Katsura, bordeados de sauces, surgieron calles anchas y bien trazadas, plazas majestuosas, parques y jardines de ensueño y templos y palacios que debían ser la admiración del mundo. En su recorrido hacia el convento de Santa María de los Ángeles, el misionero fue admirando maravilla tras maravilla, que en los días posteriores pudo apreciar en toda su belleza.
El franciscano estaba impresionado por las pagodas, templos, monstruos de mármol y bronce, está el templo de Byodo-in o Pabellón del Fénix decoraado maravillosamente. Los templos alucinaban la vista; el Sanjusangendo o "Templo de los Mil Dioses"; el Kiyomisu-dera, el templo más antiguo de Kioto; el Higashi Honganji, supremo cuartel de budismo; el Chion-in construido en una alta terraza, y en el que se entra por una galería decorada lujosamente, y cuyo piso de una madera especial, produce al pisarse un sonido semejante al canto de un ruiseñor.
El volcán del Fujiyama le recordaban al franciscano el enhiesto y nevado popocatepetl de México, desde su llegada a Meaco había acompañado en varias ocasiones a fray Gonzalo García quien, aprovechando su dominio del idioma japonés, acostumbraba predicar la verdad cristiana en calles y plazas de la populosa Ciudad Imperial. En una ocasión que la multitud escuchaba impresionada y reverente las palabras del franciscano, cuando se detuvo una lujosa litera a indicación de su ocupante; un acaudalado cabellero feudal, quien quedó escuchando el extraño discurso del "bonzo extranjero".
-El padre celestial nos manda devolver bien por mal; no juzgar a los demás, para no ser juzgados; no condenar a nadie, para no ser condenados; amar a nuestros enemigos y perdonar las ofensas en amor a EL. Todo lo que queraísque los demás hagan por vosotros, hacedlo también vosotros por ellos, porque con la vara que mediéreis seréis medidos. El odio incuba odio y la resistencia rencor. Por eso, si alguien os golpea la mejilla izquierda, presentadle la derecha. El magnate del palanquín, quedó cutivado por aquellos hermosos conceptos de amor y perdón, tan distintos a las enseñanzas de violencia y revancha de la doctrina shintoísta, y se dispuso a escuchar el final de la peroración, cuando se abrieron paso entre la muchedumbre, varios bonzos del cercano templo. Considerando aquél discurso como un sacrilegio o un desafío a sus creencias, los sacerdotes shintoístas se acercaron a los cristianos y los golpearon y escupieron en pleno rostro, ordenpandoles alejarse de allí. Los franciscanos soportaron el castigo con resignada mansedumbre, Felipe de Jesús, enjugándose un hilo de sangre que escurría entre la comisura de sus labios, los miró con bondad y pronunció la hermosa bendición de San Ffancisco en japonés mientras trazaba el signo de la cruz. Al día siguiente el prior les dijo a Felipe y a fray Gonzalo, que el rico general Terasawa, gobernador de Nagasaki, los había visto predicar en la plaza pública y que había sido testigo de la mansedumbre y amor al prójimo. Tanto así que el general había de abrazar la fe de Cristo.Taico Sama había enviado a un comisionado militar de nombre "Shacomin" para que vigilara a los "bonzos cristianos", y lo tuviera informado de sus gestiones y diligencias, y por intermedio de él, el soberano no tardó en conocer la inminente construcción del Convento de Nagazaki, en la amplia y hermosa finca de Terazawa, y se sintió vivamente herido en su orgullo, ya que los miserables monjes, con su humildad, habían logrado lo que él no pudo conseguir con su poder.
Y como hacía poco tiempo acababa de llegar al Nipón el obispo jesuita Pedro Martínez, quien se esforzó en propagar en pueblos y aldeas la doctrina cristiana, no tardó en considerársele como espía y conspirador de la invasión inminente que se fraguaba en el extranjero.Taico Sama no esperó más y ordenó al gobernador Gibunoxo que aprehendiera a los "pérfidos bonzos de Castilla" en espera de la severa sentencia que él dictaría en su contra.
EL DOLOROSO VIACRUSIS Y CALVARIO DE LOS MISIONEROS CRISTIANOS ESTABA PRÓXIMO A INICIARSE.
La vida en el tranquilo convento de Meaco seguía su curso acostumbrado. Los cinco sencillos y hacendosos franciscanos seguían desempeñando sus piadosos deberes en el templo, en el hospital y la escuela, muy ajenos al inminente peligro que los amenazaba. Era la víspera de la Purísima Concepción, y los monjes se preparaban a la celebración. En el convento los frailes construían un altar dedicado a la patrona de América, el bulto de la Santísima Virgen era una obra de un imaginero japonés, los rasgos orientales, el rostro era ovalado,los pómulos era salientes y ojos almendrados como el de las doncellas japonesas, y viste un especie de kimono rosado.
Al amanecer el 8 de diciembre de 1596 el humilde convento y hospital de Santa María de los Ángeles de la populosa ciudad de Meaco, lucían plenos de animación. De pronto un ejército de militares del emperador negaban el paso de los frailes en su propio convento, -¿Quién de ustedes es Pedro Bautista? -preguntó el soldado. El Prior avanzó hacia el recién llegado.
-Vuestro servidor.
-En nombre del emperador, quedas preso con todos tus monjes cristianos. -sentenció el militar-.
Unos cuantos momentos antes de esta escena, se había presentado en el templo franciscano, con gran aparato de fuerza y ante la consiguiente sorpresa de los fieles monjes, un pelotón de lanceros del guardia del gobernador Gibunoxo, quienes sitiaron el convento, obligaron a los feligreses a retirarse e impidieron la salida de los sumisos frailes. Permanecieron como prisioneros un par se semanas, sin comer nada más que el aire navideño, Unos esbirros del gobernador tenían la sentencia para los monjes, un imponente y obeso juez leyó la orden de encarcelamiento que Felipe no entendió, pero cuya actitud no le dejó lugar a dudas ya que, inmediatamente, los sayones de la escolta maniataron al padre Bautista y a los otros hermanos. Iban a hacer lo mismo con felipe, cuando el prior intervino en su defensa, diciendo en Japonés: -No, al hermano Felipe no le prendáis. El no pertenece a este convento sino que llegó en el galeón de Manila. Sólo está aquí de visita. Pero el joven religioso, adivinando la intención de su superior, le rogó resuelto:
-Reverendo padre, dejadme compartir vuestra suerte, os lo suplico en Nombre de Dios.Lo que sea de vosotros será de mí. no puedo abandonaros en un momento tan difícil.- Pedro Bautista aceptó enjugándose los ojos.
El capitán Airoshama, corpulento y fornido jefe de la escolta, no esperó más e hizo atar a Felipe. Las apretadas ligaduras magullaron y cortaron sus muñecas y antebrazos, pero ninguno de ellos protestó ni se quejó, en una apretada fila, iban a empellones, caminando a tropezones, iban también los niños Luis Ibaraki, Tomás Kosaki, y Antonio de Nagasaki. La noticia de los bonzos cristianos había corrido como pólvora por la populosa Meaco, se había encargado borrar el cristianismo del Gran Nipón. Taico Sama al tener conocimiento de la muerte del dios cristiano, decidió ofrecerles la misma muerte que era morir clavados, y atravesados por fuertes lanzas calientes. Al día siguiente varios heraldos leyeron en plazas y calles de la antigua Meaco, un edicto imperial; "Desde hoy, y mientras el sol caliente la tierra, que ningún cristiano se atreva a poner pie el suelo del Japón. Entiendan todos que cualquiera que desafíe este decreto, aunque fuera Rey de España, dios de los cristianos o Buda mismo en persona,¡pagará el crimen con su cabeza!".
Al igual que en Meaco, los misioneros cristianos de Osaka y Nagasaki habían sido aprehendidos con sus catequistas y legos.
Entre ellos figuraban el predicador Pablo Miki, el anciano fray Martín de la Ascención, y los doctrineros Diego Kisai y Juan de Gotoo. Entre todos sumaban veintiséis, "Por los graves delitos de espionaje, conspiración y alta traición contra el imperio, se condena a muerte a los "bonzos cristianos" de Meaco, Osaka y Nagasaki, asi como a todos sus cómplices y partidarios. Y para escarmiento de sus crímenes se les paseará por calles y plazas pregonando sus culpas, y publicamente, se les cortarán las orejas y la nariz".
El lugar escogido para el tormento de los prisioneros, era el Sanjusangen-do o "Templo de los mil dioses", frente el gran buda fue llevado el rebaño de franciscanos, y ahí mismo, les cortaron uno a uno el lóbulo de la oreja izquierda, incluyendo también a los niños Luis, Antonio y Tomás. Luego a golpes y escupitajos los llevaron por órdenes de Taico Sama, caminando descalzos de Meaco, por el camino de Osaka, recorriendo todo el imperio. Casa por casa iban los franciscanos divulgando la sentencia imperial, para que todos los que escuchaban hicieran escarmiento. El viajé acabó en Nagasaki en donde fueron martirizados y luego crucificados el 5 de febrero de 1597. La jornada final se vestía con nubarrones y una lluvia fina casi como agujas que cortaban la piel, muy temprano el guardia fue a buscar a los prisioneros, veintiséis sentenciados a muerte, tres monjes jesuitas, diecisiete cristianos japoneses entre ellos tres chiquillos. Los mártires parecían más que preocupados gozosos de entregar su vida a causa de su buena fe cristiana.
El lugar donde habrían de morir era un lugar hermoso, desde lo alto de la colina del Tateyama se podía ve el anchuroso mar, en la cumbre había 26 cruces de madera que esperaban a los mártires.
-¿Cuál es mi cruz en donde debo de morir? -preguntó Felipe de Jesús-
“¡Qué abrazado estaba con su cruz fray Felipe!”.
-Sujeten a este perro cristiano al madero, antes de que a los demás, ya que está ansioso de morir-, dijo un militar japonés.
Felipe fue tendido sobre la cruz, y sus muñecas, sus tobillos y su cuello fueron rodeados con aros de hierro, que se fijaron después en el cuerpo y el travesaño de la cruz, mientras el misionero de la Nueva España contemplaba extático el cielo, sin sentir siquiera las hirientes ligaduras en sus miembros.
El pequeño Luis Ibaraki fue el segundo en llegar a su cruz, junto a la de Felipe, y saltaba de gozo esperando el martirio. Después uno a uno, los 24 condenados restantes fueron aferrados a los maderos, mientras sus cantos y oraciones que difundía el viento, eran interrumpidos por el martilleo y el retintín metálico de clavos y argollas. Los espectadores del martirio, impulsados por la desesperación , rompieron la valla de la guardia, y se acercaron a los ajusticiados.
La crucifixión es una de las formas más terribles y dolorosas de morir, que se han inventado, aquellos visionarios del cielo en vez de gritar cantaban el aleluya, Felipe acompañó en un principio el himno pero las argollas de los tobillos de Felipe, estaban mal ajustadas, y sus pies resbalaron repentinamente del pedal de la cruz, quedando su garganta oprimida por el aro de acero puesto en su cuello. Y cuando sintió que se asfixiaba, el joven misionero deseperada y débilmente :
-Je... sús... Je... sús...
Felipe, en el último y supremo intento por unir su voz al coro, hace señas al verdugo para que le afloje la argolla del cuello, pero el soldado, mirando que el cuerpo del crucificado se mueve en la convulsión de la agonía, se acerca al mártir y lo remata, clavándole su lanza en el costado derecho y en el corazón. La sangre roja y ardiente de Felipe de Jesús riega las doradas espigas del pie de la cruz, fecundando la tierra japonesa con un sello de sacrificio, amor y perdón. Aquella sangre mexicana hermanaba imperecederamente a la patria azteca con el Imperio Japonés. Era como un presente desinteresado y fraternal del corazón de México, aquel lejano país, donde uno de sus hijos había llegado como embajador de la esplendidez y generosidad que la nación mexicana siempre ha tributado a sus hermanos del extranjero. Por lo breve de la agonía, Felipe de Jesús fue el primero en morir, el joven mexicano había infundido en su arcilla humana un soplo divino de eternidad.
Según algunos registros históricos, los cuerpos de los martirizados permanecieron por varias semanas expuestos al sol, se dice que los cuerpos en vez de pudrirse parecían recién muertos, y que de sus cuerpo manaba una sangre viva y muy roja. Pero nadie podía bajar los cuerpos, el gobernador había ordenado que nadie podía bajar los cadáveres, y que la orden era que se quedaran en la colina.
La joyante fantasía de la leyenda, que todo lo embellece, narra un suceso milagroso que tuvo lugar el 6 de febrero de 1597, al día siguiente de la muerte de Felipe de Jesús, en el Japón. Muy temprano en la amplia casona de la calle de Tiburcio, en la capital de la Nueva España, donde vivía la familia De las Casas, la bondadosa negra Soledad, otrora pilmama de felipillo, preocupada y sorprendida anunciaba a sus patrones, la maravillosa noticia de que la higuera de Felipe había reverdecido. El arbusto se encontraba cubierto de múltiples retoños y hojas tiernas, sedosas y frescas, mientras que una parvada de zinzontles revoloteaba cerca de él, posándose de vez en cuando en su ramaje, y enjoyándolo con la trémula pedrería de sus trinos...
Felipe de Jesús, fue beatificado, juntamente con sus compañeros mártires el 14 de septiembre de 1627. El mundo entero llora a quien como San Esteban, Santa Teresa, Santa Agueda, o San Pedro; murieron en martirio, y en especial éste último, quien murió crucificado de cabeza, mostrando su absoluto respeto, al no querer morir igual que su maestro colgado de brazos.
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